Había una vez un poderoso rey que tenía un solo hijo, al cual protegía mucho a pesar de que este era experto en las artes marciales y otras disciplinas de defensa.
Así, el monarca soñó un día que su hijo moría por culpa de un león, la más poderosa de las criaturas de esos lares.
Producto de su visión el rey no se detuvo a pensar y ordenó construir un gran castillo para su hijo. En él colocó todas las comodidades que este pudiese desear y pintó en paredes y murales todas las imágenes que quizás necesitase ver para no perder todos sus vínculos con el mundo exterior.
Entre esas pinturas había una que recreaba a un fiero león, la cual despertó la ira del príncipe, cuando se vio confinado entre las paredes del castillo, apartado de sus dinámicas habituales y de sus amigos.
-Por culpa tuya, abominable criatura –dijo el príncipe al león-, mi padre me ha encerrado en estas paredes. Te vio atacándome en un sueño y temeroso de que se hiciese realidad esa tonta visión, no se le pudo ocurrir otra cosa salvo esta prisión.
Cada vez más molesto el joven hizo por agarrar un palo de las ramas de uno de los árboles que rodeaban la pared con la pintura del león. Sin embargo, el palo que hizo por tomar tenía espinos que lo hincaron e hicieron sangrar de inmediato.
Lo que parecía un ligero pinchazo fue agravándose rápidamente, pues el árbol era letalmente venenoso. Así, el príncipe contrajo una repentina fiebre que tras pocas horas acabó con su vida.
De cierta forma, aunque no como imaginó su padre, había muerto por culpa de un león y su propia temeridad.
El rey comprendió con mucho pesar ese día que incluso los temores más grandes no pueden hacernos decidir a la ligera.
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